Hay que afirmar de manera rotunda que la condena a muerte, en cualquier circunstancia, es una medida inhumana que humilla la dignidad de la persona. Es en sí misma contraria al Evangelio porque con ella se decide suprimir voluntariamente una vida humana, que es siempre sagrada a los ojos del Creador y de la que sólo Dios puede ser, en última instancia, su único juez y garante. Jamás ningún hombre, «ni siquiera el homicida, pierde su dignidad personal», porque Dios es un Padre que siempre espera el regreso del hijo que, consciente de haberse equivocado, pide perdón y empieza una nueva vida.
En los siglos pasados, cuando no se tenían muchos instrumentos de defensa y la madurez social todavía no se había desarrollado de manera positiva, el recurso a la pena de muerte se presentaba como una consecuencia lógica de la necesaria aplicación de la justicia. Lamentablemente, también en el Estado Pontificio se acudió a este medio extremo e inhumano, descuidando el primado de la misericordia sobre la justicia. Asumimos la responsabilidad por el pasado, y reconocemos que estos medios fueron impuestos por una mentalidad más legalista que cristiana. La preocupación por conservar íntegros el poder y las riquezas materiales condujo a sobrestimar el valor de la ley, impidiendo una comprensión más profunda del Evangelio. Sin embargo, permanecer hoy neutrales ante las nuevas exigencias de una reafirmación de la dignidad de la persona nos haría aún más culpables.
Aquí no estamos en presencia de ninguna contradicción con la enseñanza del pasado, porque la Iglesia siempre ha enseñado de manera coherente y autorizada la defensa de la dignidad de la vida humana, desde el primer instante de su concepción hasta su muerte natural. El desarrollo armónico de la doctrina, sin embargo, requiere que se deje de sostener afirmaciones en favor de argumentos que ahora son vistos como definitivamente contrarios a la nueva comprensión de la verdad cristiana. Es necesario, por tanto, reafirmar que por grave que haya sido el delito cometido la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona.
La Tradición es una realidad viva y sólo una mirada superficial puede ver el «depósito de la fe» como algo estático. La Palabra de Dios no puede ser conservada con naftalina, como si se tratara de una manta vieja. No se puede conservar la doctrina sin hacerla progresar, ni se la puede atar a una lectura rígida e inmutable sin humillar la acción del Espíritu Santo.
Papa Francisco (extracto del discurso en el XXV aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica)
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