El Catecismo de la Iglesia Católica, tras su prólogo, empieza la exposición del núcleo doctrinal de la fe con un apartado titulado “el deseo de Dios”. Dice en su punto 27: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”.
Ese inicial deseo de Dios es relevante cuando se observa como el ser humano en su estado de mayor sencillez, sin filosofías de por medio, sin haber desarrollado ningún concepto teológico, es capaz de Dios. Es el caso de los niños que muestran un innato sentido de comprensión hacia la relación con Dios. Y lo mismo podemos decir decir de los diferentes pueblos indígenas. Son sensibles a la realidad divina y se relacionan con ella desde diferentes manifestaciones de culto. Pero, sin duda, podemos afirmar que ello ocurre debido a su innato deseo de Dios.
b) Algunas cuestiones de infancia espiritual (respecto de la oración)
No es fácil poder distinguir cuando ocurrió el punto de inflexión en que ese deseo de Dios, esa necesidad de relación entre Creador y creado, se tornó obligación, incluso pesadez. Sabemos que en tiempos de los profetas de Israel éstos corregían al pueblo fiel porque había desviado su culto y ayuno (vease el libro de Isaías, por ejemplo los capítulos 1 y 58). También podemos recordar como Jesús echaba en cara a los fariseos que cargaban cargas pesadas sobre el pueblo o, de manera bien didáctica, la parábola del fariseo y el publicano.
La cuestión es que hubo un momento en que se cambiaron las tornas y el ser humano creyó que en su relación con Dios debía acometer esfuerzos y hacer méritos. No parece este el paisaje propio de una historia de amor. Al contrario, es el escenario propicio para el empacho y el hastío. Así han proliferado dos fenómenos que convergen en una misma desembocadura. Por un lado están los que creyendo que el culto debe ser “serio”, y por “serio” entienden “aburrido”, han convertido el templo y la celebración en un “palazo”. Por otro, los hay que conciben la celebración como un espectáculo y, realmente, como espectáculo es tanto o más “palazo”.
Pero es que, además, eso ha sido trasladado también a la relación más personal. Hay personas empeñadas en que su relación con Dios ha de ser tan formal y acartonada que han acabado concibiendo a Dios de esa misma manera, acabando aburridos de Él. Y, por otra parte, los hay que parecen empeñarse aun con más insistencia, si cabe, en “aburrir” a Dios.
Hace años que explico a adolescentes y jóvenes las dificultades de la oración con tres aves exóticas:
– El loro dice, pero no sabe lo que dice. Es cómo el que ora usando fórmulas sin intentar entender que está diciendo.
– El papagayo repite una y otra vez lo mismo, pero tampoco sabe que es lo que está repitiendo. Es como el que ora repitiendo mil veces las mismas palabras que le carecen de significado alguno.
– Y la cotorra no solo dice y repite, sino que no para de decir y repetir. Es como el que ora sin permitir que el interlocutor, Dios, diga nada. No hay tiempo para escuchar porque no se para de hablar.
En el útimo caso, el de la “cotorra”, existe además un excesivo protagonismo que corre el enorme riesgo de eclipsar la acción del Señor. En general es algo que ocurre a menudo en las posturas de infantilismo espiritual, también en los aspectos relacionados con la oración.