«Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2,11). Las palabras del apóstol Pablo manifiestan el misterio de esta noche santa: ha aparecido la gracia de Dios, su regalo
gratuito; en el Niño que se nos ha dado se hace concreto el amor de Dios para con nosotros.

Es una noche de gloria, esa gloria proclamada por los ángeles en Belén y también por nosotros en todo el mundo. Es una noche de alegría, porque desde hoy y para siempre Dios, el Eterno, el Infinito, es Dios con nosotros: no está lejos, no debemos buscarlo en las órbitas celestes o en una idea mística; es cercano, se ha hecho hombre y no se cansará jamás de nuestra humanidad, que ha hecho suya. Es una noche de luz: esa luz que, según la profecía de Isaías (cf. 9,1), iluminará a quien camina en tierras de tiniebla, ha aparecido y ha envuelto a los pastores de Belén (cf. Lc 2,9).

Los pastores descubren sencillamente que «un niño nos ha nacido» (Is 9,5) y comprenden que toda esta gloria, toda esta alegría, toda esta luz se concentra en un único punto, en ese signo que el ángel les ha indicado: «Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Este es el signo de siempre para encontrar a Jesús. No sólo entonces, sino también hoy. Si queremos celebrar la verdadera Navidad, contemplemos este signo: la sencillez frágil de un niño recién nacido, la dulzura al verlo recostado, la ternura de los pañales que lo cubren. Allí está Dios.

 Y con este signo, el Evangelio nos revela una paradoja: habla del emperador, del gobernador, de los grandes de aquel tiempo, pero Dios no se hace presente allí; no aparece en la sala noble de un palacio real, sino en la pobreza de un establo; no en los fastos de la apariencia, sino en la sencillez de la vida; no en el poder, sino en una pequeñez que sorprende. Y para encontrarlo hay que ir allí, donde él está: es necesario reclinarse, abajarse, hacerse pequeño. El Niño que nace nos interpela: nos llama a dejar los engaños de lo efímero para ir a lo esencial, a renunciar a nuestras pretensiones insaciables, a abandonar las insatisfacciones permanentes y la tristeza ante cualquier cosa que siempre nos faltará. Nos hará bien dejar estas cosas para encontrar de nuevo en la sencillez del Niño Dios la paz, la alegría, el sentido luminoso de la vida.

Papa Francisco
Homilía de la Misa del Gallo, 24-12-2016

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