Todavía seguimos en estos capítulos previos a la aparición del Patriarca Abraham, el primer protagonista de la Biblia con cierta base histórica. De momento seguimos con textos de dudosa historicidad pero, en cambio, de alta y profunda carga catequética.
La narración es bien conocida. Dios comunica al justo Noé que cansado de tanta infidelidad, va a hacer una buena “limpieza” como castigo. Solo piensa salvar a Noé y su familia, y a una muestra de cada especie animal. Para ello Noé construirá un arca donde navegar sobre las aguas durante el diluvio “universal”.
Sí, he escrito “universal” entre comillas para empezar llamando la atención sobre que podía entender Noé por el concepto “universal”. Si tomamos como referente el que hasta 1492 no se conoció el continente americano, nos podemos imaginar lo cuantitativamente grande que podía ser para Noé el universo. O dicho de otro modo, ¿no será que de lo que se habla es del “universo de Noé”.
En la práctica más elemental de nuestras vidas, cuando alguien dice “está lloviendo”, ¿se refiere al mundo entero o habla de “su mundo”, es decir, de su ciudad, de sus calles, por donde él ha de transitar. Así pues, ¿qué más da para lo que Dios nos quiere transmitir con el acontecimiento que narra este pasaje, que se refiera tan solo a un territorio, que nosotros hoy conocemos como “parte” pero que para Noé era “todo”?
Y tan solo un detalle más, dedicado especialmente a los creacionistas y resto de fundamentalistas, amantes de las lecturas literales. ¿De verdad hay alguien que piensa que, si el diluvio es literalmente universal, Noé pudo hacerse con la muestra de especies de animales que solo se encuentran en África o en Europa? Dios hace milagros pero no se dedica a alimentar el absurdo.
Superado, espero, el primer escollo, nos tropezamos con el segundo. Es una constante, en la lectura del Antiguo Testamento leída desde cierta racanería, el fijarse solo en los aspectos tremendistas, no superando una imagen distorsionada de Dios. Se presenta, pues, a Dios como un tirano insensible, un “perdonavidas” de sus favoritos. Es el resultado de poner el objetivo enfocado sólo hacia el brazo asesino de Caín, al agua “justiciera” del diluvio o al arma “fanática” de Abraham.
Sí, nos insistieron tanto en esta imagen de Dios que, cuando de niños, en clase de religión o catequesis, nos pedían un dibujo sobre Caín y Abel, o sobre Abraham e Isaac, la constante de todos esos dibujos era la alargada sombra del pecado y la muerte. Y es que, desde luego, visto así y solo así, solo quedaba cuestionarse la manera tan rara que tiene Dios de practicar eso que llamamos amor.
Pero si practicamos una lectura más generosa, que nos lleve más allá de nuestros fantasmas endogámicos, en esos mismos pasajes encontramos al Dios de la vida. Es Dios el que defiende la vida de Caín. Para ciertas mentalidades “supuestamente religiosas”, Caín se merecería la muerte, o como mínimo el pudrirse en la cárcel. Y es Dios el que envía su brazo, el brazo del ángel, para impedir la muerte de Isaac (lo leeremos con calma en un próximo artículo). Y, por supuesto, es Dios el que preserva la vida del ser humano, y de toda la creación, por medio del Arca de Noé.
Y es en este aspecto en el que quisiera ahora fijarme. Dios no se contenta con salvar tan solo al ser humano, sino que además es al ser humano al que le pide que salve a toda la creación. Quizá sea esta la gran catequesis de este pasaje. Todo aquello que al principio “vio Dios que era bueno”, ahora, pasado el tiempo, lo sigue reconociendo como bueno y, por tanto, digno de rescatar y conservar. Y así, hasta el día de hoy.
Por desgracia, aún hoy muchos se toman esta llamada a respetar la creación, a practicar la ecología, como algo meramente opinable, cuando no lo convierten en “cosa de progres primaverales”. Y todavía es más triste cuando esto se hace desde ciertas que pretenden ser cristianas o, al menos, se autodenominan inspiradas por el humanismo cristiano. Lo que, tantas veces, es lo mismo que no decir nada o, aún peor, manipular la verdad.
Ya sabemos que algunos inconfesables intereses económicos, pretenden hacernos creer que no existe el calentamiento global de la tierra. Lo duro de asimilar es que algunos medios de comunicación, y algunos de ellos de propiedad de la Iglesia en España, aún sabiendo que es lo que dice el magisterio pontificio sobre la cuestión, se sumen a defender esos intereses. El Papa Francisco ha apuntado en la Evangelii Gaudium que debemos dejar de ser ingenuos respecto de las bondades del mercado.
Y, por supuesto, que es ridícula una ecología que se preocupe de todo lo creado por encima del ser humano. Pero igual de ridículo es separar la ecología humana de la ecología ambiental. De la misma manera que el Papa Juan Pablo II nos hizo ver que no debíamos hacer una teología de la persona que separase alma de cuerpo, de igual forma tampoco se debe separar la defensa de la vida de la defensa de lo que Dios creó como necesario para el desarrollo y felicidad de la vida humana.
Que el agua del diluvio ahogue los prejuicios y que Dios nos regale un despertar del respeto a toda su Creación.
Quique Fernández
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