Cuando tenía 13 años, una buena amiga me preguntó si quería acompañarla para reunirnos con otros jóvenes para orar un rato. Yo le dije que sí y acepté la invitación.
Tuve una experiencia realmente diferente; yo siempre había dedicado ratos a orar desde que era muy pequeña porque me habían enseñado lo importante que era, pero creo que no lo debía estar haciendo demasiado bien, pues hasta entonces no había tendido un contacto tan directo con Dios. Pues esta vez pude sentir cómo Él me escuchaba, pero también algo más grande, lo más nuevo para mí; yo también podía escucharle a Él.
Y creo que orar de una manera auténtica consiste en ese contacto personal con Dios, es un diálogo en el que le hablo con confianza y Él me responde. En definitiva, descubrí que también se puede orar sin utilizar plegarias, desde el corazón, sin grandes palabras.
Desde entonces la oración en grupo ha sido muy importante para mí, porque donde hay dos o más reunidos en su nombre, allí está Él. Y eso me ha ayudado siempre a poder sentir a Jesús realmente cerca y poder escucharle para saber qué es lo que me pide cada día y en cada momento en la universidad, en el trabajo, en la parroquia y en la familia. Porque quiero seguir a Jesús y si no puedo escucharlo, siento que voy perdida y despistada.
Por eso, siempre que se me presenta la ocasión de orar en comunidad no dudo en asistir, porque sé que también voy a recibir el testimonio de otras personas qué como yo, intentan seguir el mismo camino y en momentos difíciles me animan a seguir adelante.
También me ayuda de una manera muy especial orar desde la música para ponerme en contacto con Dios. Cuando estoy en mi habitación algunas veces inicio el tiempo de oración con alguna canción y tal es así que a veces no puedo continuar cantando porque me entran ganas de llorar de la alegría tan grande de sentir a Dios tan cerca.
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